sábado, 26 de enero de 2008

Las raíces comunes de los cuentos indoeuropeos


Por Antonio Rodríguez Almodóvar*

Las literaturas folclóricas, y en es pecial los cuentos de tradición oral, son una huella elocuente de cómo muchos pueblos, en tiempos remotos, desarrollaron un intenso diálogo intercultural, hoy prácticamente perdido. Ese diálogo se dio por encima de toda clase de fronteras, y fue más allá de las etnias, las lenguas, las religiones, e incluso de las culturas oficiales escritas. Los pueblos, en sus relaciones directas, habrían demostrado de esta forma ser capaces de construir un fondo de entendimiento común, que sólo la presión de las ideologías, los intereses sacerdotales y el poder belicista han estado a punto de destruir por completo. Por suerte, quedan numerosos vestigios de ese diálogo en todo el mundo, y principalmente en la amplia zona que se debe a una misma base indoeuropea, como para poder reconstruir la esperanza, al menos, de una nueva época de intercambio pacífico entre culturas. Lo que se hizo una vez, ¿por qué no otra?

Numerosos cuentos, desde la India a la Península Ibérica, los países eslavos, mediterráneos, germánicos, nórdicos y posteriormente América, comparten unas mismas raíces. Como exponente de esa vastedad podría servir el hecho de que La princesa del guisante, de H. C. Andersen, recoge el mismo motivo de otro cuento hindú, que aparece en la colección sánscrita de Somadeva (siglo III. d. C.), donde tres hermanos muy sensibles han de conquistar el favor de un rey. Como de costumbre, gana el menor, que se despierta de noche sobre un lecho de siete mullidos colchones, porque no puede soportar la presión que ejerce sobre su espalda un pelo que hay debajo del último.

Esas raíces no son sólo formales, sino que poseen mensajes civilizadores también comunes, que es posible rastrear a través de una auténtica maraña de historias, un verdadero bosque de cuentos. La mayoría de esos mensajes remiten a fundamentos arcaicos de la sociedad agraria: la prohibición del incesto, el culto a los antepasados como forma primaria de la religión -por consiguiente, el valor trascendente de lo humano-; y los ritos de iniciación para pasar de la infancia a la edad adulta. Entremedias, otros muchos sentidos derivados se van entrelazando: el rechazo del rapto y de la violación y, por contra, el reconocimiento de la fuerza emancipadora del amor, frente a los matrimonios obligados; el intento de las clases dominantes de perpetuar su poder a través de la herencia material y biológica; el miedo, consecuente, a no tener hijos, lo que da forma a numerosos relatos en torno a la fecundidad; la propia formación de la mente infantil, a través de los cuentos repetitivos y encadenados (imaginación constructiva); y los valores sociales de la justicia, en los relatos que critican el poder, si bien la mayoría de estos casi nunca pasaron a la estampa en las culturas derivadas del indoeuropeo. El dominio del lenguaje escrito por parte de escribas y clérigos al servicio del poder, lo impidió. Como también impidió que circularan otros cuentos de la tertulia campesina que se ocupaban de castigar el poder de los hombres sobre las mujeres, permitiendo que sólo pasaran a la escritura los cuentos misóginos.

Un caso claro de este importante asunto es el de La olla rota, del Panchatantra, en que un estudiante pobre, hijo de un brahman, cuelga de una pared la olla en la que guarda la harina de arroz que consigue mendigando. Durante toda la noche fantasea con las ganancias acumulativas que sacará a su tesoro (como en La Lechera), y hasta llega a imaginar las palizas que le dará a su esposa cuando se descuide en sus obligaciones hogareñas. En un ejercicio anticipado de este apaleamiento, esgrime un bastón en el aire y, sin querer, golpea la olla, la rompe y toda la harina cae sobre su cabeza. En España, el cuento de La niña que riega las albahacas (que se recoge en numerosas tradiciones occidentales derivadas de aquel viejo tronco), ejemplifica también el castigo a un poderoso príncipe acostumbrado a abusar de doncellas humildes. Pero ni uno ni otro cuento pasaron a la tradición culta europea.

De aquel origen común tan intenso, sin embargo, no es mucho lo que se sabe. La teoría de V. Propp, la más plausible hasta ahora, lo atribuye a la etapa en que la humanidad sale del bosque de recolectores-cazadores y descubre el desconcertante poder de la agricultura, esto es, el Bajo Neolítico. De las enormes contradicciones que tienen lugar en ese cambio revolucionario surgen los cuentos maravillosos. Principalmente, de las contradicciones en torno a la propiedad de la tierra, que divide a la sociedad, antes homogénea, en poseedores y desposeídos; nobles y guerreros por un lado, campesinos y esclavos por otro. En medio, los sacerdotes, que tratan de justificar esa nueva sociedad y resolver los conflictos que se dan dentro de ella, con la ayuda de los dioses, pero también del conflicto entre dioses y mortales, con variadas soluciones. Las más antiguas de éstas, curiosamente, dan resultado favorable a los humanos, como en el cuento de la princesa Damayanti, del Mahabharata (siglo V a. C.) que rechaza hasta cuatro dioses y prefiere casarse con Nala, un mortal. En Occidente ese tema está alojado principalmente en Blancaflor, la hija del Diablo.

La relación interna entre los cuentos de ese sustrato compartido ha sido muy bien estudiada por otros investigadores, como el filólogo e historiador francés Georges Dumézil en Mito y epopeya. Cabría destacar aquí, entre los muchos relatos que estudia, el de Ulises, representado en el Mahabharata por la historia de Arjuna, quien disfrazado de asceta ha de demostrar una fuerza extraordinaria, también con un arco, con el que pone en fuga a sus enemigos. Curiosamente, un motivo semejante aparece en uno de los cuentos de tradición oral más antiguos del mundo, el de Juan el Oso, que aún hemos podido recoger en nuestros días en versiones orales, trasmitidas por campesinos andaluces que no sabían leer ni escribir. Como índice de la importancia de este cuento popular, consideremos que el propio Cervantes lo llevó a la famosa aventura de “La Cueva de Montesinos”, si bien esto ha pasado desapercibido para la mayoría de los cervantistas que han estudiado el episodio, lo que da una idea, también, de la enorme distancia que todavía media entre cultura ilustrada y cultura tradicional.

Entre otros muchos cuentos de ese origen común, en la India y en Europa, especialmente significativo es el caso de El príncipe encantado, que posee numerosísimas variantes en toda esa zona del mundo (el índice de Thompson registra más de sesenta referencias). En todas ellas, bajo distintas apariencias, vibra esta fascinante narración, que ha llegado a configurar el mito relativamente moderno de La bella y la bestia. Pero antes pasó por la mitología clásica (Ovidio, Amor y Psique y Apuleyo, El asno de oro). La forma andaluza narra la historia de un pobre jornalero que tiene tres hijas muy guapas y ha de ofrecer una de ellas para el desencantamiento de un prícipe-lagarto. La más pequeña, por amor al padre, acepta el reto, acude al castillo maravilloso y se entrega por las noches al monstruo, en plena oscuridad, una vez que este se ha despojado de su piel de reptil. Así es como se enamora de él. Las hermanas envidiosas consiguen que la heroína les revele, valiéndose de una lamparilla, quién es su enamorado, contra una prohibición expresa; por lo que la muchacha ha de cumplir un castigo terrible: gastar siete pares de zapatos de hierro, llevando en brazos a un hijo que han tenido, hasta encontrarse de nuevo, y felizmente, al otro lado del mundo.

La primera versión oriental conocida se vislumbra en el Rig Veda (esto es, hace unos 3.500 años); también aparece en el Panchatantra, en el Somadeva y en el Satapatha Brahmana. En este último, se cuenta cómo la nifa Urvasi se enamora de Pururavas, un mortal. Al casarse con él le prohíbe que se deje ver por ella desnudo y así viven felices muchos años. Pero los dioses creen que ya la ninfa ha permanecido mucho tiempo entre los humanos y deciden apartarla del mundo y de su marido. En su protesta, Pururava se deja ver desnudo, gracias a la luz que producen los enviados de los dioses. Urvasi lo castiga y le pone como prueba que se reúna con él en un castillo encantado, donde tendrán un hijo y los dioses le otorgarán el don de ser como ellos, inmortal. Y así sucede.

Son evidentes las concomitancias y las diferencias de las dos variantes, la oriental y la occidental. Pero interesa subrayar la diferencia de sentido. En la forma occidental oral, la relación entre una diosa y un mortal ha sido cambiada por otra entre un príncipe encantado y una pobre campesina; en el mito clásico, entre un dios y una mortal. Este parece así haber actuado de puente entre las versiones orientales y las occidentales. Pero se trata de un espejismo. En mi opinión, lo que sucede es que, al pasar de lo oral a lo escrito, tanto en la India como en Grecia y Roma, se produce un auténtico cambio de sentido del relato prehistórico que, proverbialmente, se mantuvo en las tradiciones campesinas europeas. A partir del mensaje civilizador que reconoce la fuerza del amor para liberar a alguien de sus ataduras, el cambio operó en las formas cultas a favor del valor superior de lo divino, mientras que en la formas populares, orales, mantuvo contra viento y marea que la felicidad también es posible entre los humanos, y justamente al contrario que en la otra, desde el impulso de una clase inferior sobre otra superior. La diferencia es tan notable que pone en cuestión muchas cosas. Tantas, que se explica por qué la cultura oficial lleva siglos esquivándolas.

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