sábado, 26 de enero de 2008

Las raíces comunes de los cuentos indoeuropeos


Por Antonio Rodríguez Almodóvar*

Las literaturas folclóricas, y en es pecial los cuentos de tradición oral, son una huella elocuente de cómo muchos pueblos, en tiempos remotos, desarrollaron un intenso diálogo intercultural, hoy prácticamente perdido. Ese diálogo se dio por encima de toda clase de fronteras, y fue más allá de las etnias, las lenguas, las religiones, e incluso de las culturas oficiales escritas. Los pueblos, en sus relaciones directas, habrían demostrado de esta forma ser capaces de construir un fondo de entendimiento común, que sólo la presión de las ideologías, los intereses sacerdotales y el poder belicista han estado a punto de destruir por completo. Por suerte, quedan numerosos vestigios de ese diálogo en todo el mundo, y principalmente en la amplia zona que se debe a una misma base indoeuropea, como para poder reconstruir la esperanza, al menos, de una nueva época de intercambio pacífico entre culturas. Lo que se hizo una vez, ¿por qué no otra?

Numerosos cuentos, desde la India a la Península Ibérica, los países eslavos, mediterráneos, germánicos, nórdicos y posteriormente América, comparten unas mismas raíces. Como exponente de esa vastedad podría servir el hecho de que La princesa del guisante, de H. C. Andersen, recoge el mismo motivo de otro cuento hindú, que aparece en la colección sánscrita de Somadeva (siglo III. d. C.), donde tres hermanos muy sensibles han de conquistar el favor de un rey. Como de costumbre, gana el menor, que se despierta de noche sobre un lecho de siete mullidos colchones, porque no puede soportar la presión que ejerce sobre su espalda un pelo que hay debajo del último.

Esas raíces no son sólo formales, sino que poseen mensajes civilizadores también comunes, que es posible rastrear a través de una auténtica maraña de historias, un verdadero bosque de cuentos. La mayoría de esos mensajes remiten a fundamentos arcaicos de la sociedad agraria: la prohibición del incesto, el culto a los antepasados como forma primaria de la religión -por consiguiente, el valor trascendente de lo humano-; y los ritos de iniciación para pasar de la infancia a la edad adulta. Entremedias, otros muchos sentidos derivados se van entrelazando: el rechazo del rapto y de la violación y, por contra, el reconocimiento de la fuerza emancipadora del amor, frente a los matrimonios obligados; el intento de las clases dominantes de perpetuar su poder a través de la herencia material y biológica; el miedo, consecuente, a no tener hijos, lo que da forma a numerosos relatos en torno a la fecundidad; la propia formación de la mente infantil, a través de los cuentos repetitivos y encadenados (imaginación constructiva); y los valores sociales de la justicia, en los relatos que critican el poder, si bien la mayoría de estos casi nunca pasaron a la estampa en las culturas derivadas del indoeuropeo. El dominio del lenguaje escrito por parte de escribas y clérigos al servicio del poder, lo impidió. Como también impidió que circularan otros cuentos de la tertulia campesina que se ocupaban de castigar el poder de los hombres sobre las mujeres, permitiendo que sólo pasaran a la escritura los cuentos misóginos.

Un caso claro de este importante asunto es el de La olla rota, del Panchatantra, en que un estudiante pobre, hijo de un brahman, cuelga de una pared la olla en la que guarda la harina de arroz que consigue mendigando. Durante toda la noche fantasea con las ganancias acumulativas que sacará a su tesoro (como en La Lechera), y hasta llega a imaginar las palizas que le dará a su esposa cuando se descuide en sus obligaciones hogareñas. En un ejercicio anticipado de este apaleamiento, esgrime un bastón en el aire y, sin querer, golpea la olla, la rompe y toda la harina cae sobre su cabeza. En España, el cuento de La niña que riega las albahacas (que se recoge en numerosas tradiciones occidentales derivadas de aquel viejo tronco), ejemplifica también el castigo a un poderoso príncipe acostumbrado a abusar de doncellas humildes. Pero ni uno ni otro cuento pasaron a la tradición culta europea.

De aquel origen común tan intenso, sin embargo, no es mucho lo que se sabe. La teoría de V. Propp, la más plausible hasta ahora, lo atribuye a la etapa en que la humanidad sale del bosque de recolectores-cazadores y descubre el desconcertante poder de la agricultura, esto es, el Bajo Neolítico. De las enormes contradicciones que tienen lugar en ese cambio revolucionario surgen los cuentos maravillosos. Principalmente, de las contradicciones en torno a la propiedad de la tierra, que divide a la sociedad, antes homogénea, en poseedores y desposeídos; nobles y guerreros por un lado, campesinos y esclavos por otro. En medio, los sacerdotes, que tratan de justificar esa nueva sociedad y resolver los conflictos que se dan dentro de ella, con la ayuda de los dioses, pero también del conflicto entre dioses y mortales, con variadas soluciones. Las más antiguas de éstas, curiosamente, dan resultado favorable a los humanos, como en el cuento de la princesa Damayanti, del Mahabharata (siglo V a. C.) que rechaza hasta cuatro dioses y prefiere casarse con Nala, un mortal. En Occidente ese tema está alojado principalmente en Blancaflor, la hija del Diablo.

La relación interna entre los cuentos de ese sustrato compartido ha sido muy bien estudiada por otros investigadores, como el filólogo e historiador francés Georges Dumézil en Mito y epopeya. Cabría destacar aquí, entre los muchos relatos que estudia, el de Ulises, representado en el Mahabharata por la historia de Arjuna, quien disfrazado de asceta ha de demostrar una fuerza extraordinaria, también con un arco, con el que pone en fuga a sus enemigos. Curiosamente, un motivo semejante aparece en uno de los cuentos de tradición oral más antiguos del mundo, el de Juan el Oso, que aún hemos podido recoger en nuestros días en versiones orales, trasmitidas por campesinos andaluces que no sabían leer ni escribir. Como índice de la importancia de este cuento popular, consideremos que el propio Cervantes lo llevó a la famosa aventura de “La Cueva de Montesinos”, si bien esto ha pasado desapercibido para la mayoría de los cervantistas que han estudiado el episodio, lo que da una idea, también, de la enorme distancia que todavía media entre cultura ilustrada y cultura tradicional.

Entre otros muchos cuentos de ese origen común, en la India y en Europa, especialmente significativo es el caso de El príncipe encantado, que posee numerosísimas variantes en toda esa zona del mundo (el índice de Thompson registra más de sesenta referencias). En todas ellas, bajo distintas apariencias, vibra esta fascinante narración, que ha llegado a configurar el mito relativamente moderno de La bella y la bestia. Pero antes pasó por la mitología clásica (Ovidio, Amor y Psique y Apuleyo, El asno de oro). La forma andaluza narra la historia de un pobre jornalero que tiene tres hijas muy guapas y ha de ofrecer una de ellas para el desencantamiento de un prícipe-lagarto. La más pequeña, por amor al padre, acepta el reto, acude al castillo maravilloso y se entrega por las noches al monstruo, en plena oscuridad, una vez que este se ha despojado de su piel de reptil. Así es como se enamora de él. Las hermanas envidiosas consiguen que la heroína les revele, valiéndose de una lamparilla, quién es su enamorado, contra una prohibición expresa; por lo que la muchacha ha de cumplir un castigo terrible: gastar siete pares de zapatos de hierro, llevando en brazos a un hijo que han tenido, hasta encontrarse de nuevo, y felizmente, al otro lado del mundo.

La primera versión oriental conocida se vislumbra en el Rig Veda (esto es, hace unos 3.500 años); también aparece en el Panchatantra, en el Somadeva y en el Satapatha Brahmana. En este último, se cuenta cómo la nifa Urvasi se enamora de Pururavas, un mortal. Al casarse con él le prohíbe que se deje ver por ella desnudo y así viven felices muchos años. Pero los dioses creen que ya la ninfa ha permanecido mucho tiempo entre los humanos y deciden apartarla del mundo y de su marido. En su protesta, Pururava se deja ver desnudo, gracias a la luz que producen los enviados de los dioses. Urvasi lo castiga y le pone como prueba que se reúna con él en un castillo encantado, donde tendrán un hijo y los dioses le otorgarán el don de ser como ellos, inmortal. Y así sucede.

Son evidentes las concomitancias y las diferencias de las dos variantes, la oriental y la occidental. Pero interesa subrayar la diferencia de sentido. En la forma occidental oral, la relación entre una diosa y un mortal ha sido cambiada por otra entre un príncipe encantado y una pobre campesina; en el mito clásico, entre un dios y una mortal. Este parece así haber actuado de puente entre las versiones orientales y las occidentales. Pero se trata de un espejismo. En mi opinión, lo que sucede es que, al pasar de lo oral a lo escrito, tanto en la India como en Grecia y Roma, se produce un auténtico cambio de sentido del relato prehistórico que, proverbialmente, se mantuvo en las tradiciones campesinas europeas. A partir del mensaje civilizador que reconoce la fuerza del amor para liberar a alguien de sus ataduras, el cambio operó en las formas cultas a favor del valor superior de lo divino, mientras que en la formas populares, orales, mantuvo contra viento y marea que la felicidad también es posible entre los humanos, y justamente al contrario que en la otra, desde el impulso de una clase inferior sobre otra superior. La diferencia es tan notable que pone en cuestión muchas cosas. Tantas, que se explica por qué la cultura oficial lleva siglos esquivándolas.

sábado, 19 de enero de 2008

El español en cifras


El español es, por número de hablantes, la tercera lengua del mundo. Pese a ser una lengua hablada en zonas tan distantes, hasta ahora todavía existe una cierta uniformidad en el nivel culto del idioma que permite a las gentes de uno u otro lado del Atlántico entenderse con relativa facilidad. Las mayores diferencias son de carácter suprasegmental, es decir, la variada entonación, fruto al parecer de los diversos substratos lingüísticos que existen en los países de habla hispánica. La ortografía y la norma lingüística aseguran la uniformidad de la lengua; de ahí la necesidad de colaboración entre las diversas Academias de la Lengua para preservar la unidad, hecho al que coadyuva la difusión de los productos literarios, científicos, pedagógicos, cinematográficos, televisivos, ofimáticos, comunicadores e informáticos.

Desde España se ha elaborado el primer método unitario de enseñanza del idioma que difunde por el mundo el Instituto Cervantes. El trabajo coordinado de las Academias ha cristalizado en la "Elaboración de la norma culta de las grandes ciudades", que presta especial atención a la fonología y el léxico. Es el segundo idioma hablado en Estados Unidos, que cuenta con varias cadenas de radio y televisión con emisiones totalmente en español; asimismo, y por razones estrictamente económicas, es la lengua que más se estudia como idioma extranjero en los países no hispánicos de América y Europa.

Distribución de las lenguas en el mundo

Fig. Distribución de las principales lenguas del mundo.

Lejanos ya los tiempos en que fue considerada la lengua diplomática, cuando fue sustituida por el francés, hoy es lengua oficial de la ONU y sus organismos, de la Unión Europea y otros organismos internacionales. Ha sido incluido como idioma dentro de las grandes autopistas internacionales de la información como Internet, lo que asegura la constante traducción de las innovaciones informáticas, su difusión e intercomunicación. Donde aparece más incierto el futuro del idioma es en el continente africano, abandonado por razones políticas a la voluntad de sus hablantes; no hay que olvidar que todavía sirve de lengua diplomática junto al francés para el pueblo saharaui.

No obstante, todo parece augurar si así nos lo proponemos, que en el próximo siglo será una de las lenguas de mayor difusión, y quién sabe si en momentos de deseable mestizaje no dé lugar a una lengua intermedia que asegure la comunicación con el continente americano en su conjunto.

Es importante por lo tanto, que quienes tenemos la fortuna de hablarlo, realicemos todos los días la más fuerte defensa de sus principios y su preservación para continuar con el gran legado de hombres como Cervantes Saavedra, Octavio Paz, Nebrija, Borges, Nervo y tantos más que tan bién se expresaron con ella.

A continuación muestros algunos datos y números actualizados hasta 1999 y 2004 cuando se indique.

Las cinco lenguas más utilizadas en el mundo

Superficie millones kms2

% de superficie

Inglés

39.7

29.6

Francés

20.4

15.2

Ruso

17.4

13.1

Español

11.9

8.9

Chino

9.61

7.2

Total mundo

134

Usuarios del español en países donde es idioma oficial

Número de hablantes

Población

Hablantes % población

Argentina

35,300,000

35,409,000

99.7

Bolivia

6,810,000

7,767,000

87.7

Chile

13,080,000

14,583,000

89.7

Colombia

35,850,000

36,200,000

99.0

Costa Rica

3,382,000

3,468,000

97.5

Cuba

11,190,000

11,190,000

100.0

Ecuador

11,100,000

11,937,000

93.0

El Salvador

5,662,000

5,662,000

100.0

España

38,969,000

39,323,000

99.1

Guatemala

7,270,000

11,242,000

64.7

Guinea Ecuatorial

443,000

443,000

100.0

Honduras

5,718,000

5,823,000

98.2

México

97,490,000

94,275,000

98.5

Nicaragua

4,112,000

4,632,000

87.4

Panamá

2,088,000

2,719,000

76.8

Paraguay

2,805,000

5,089,000

55.1

Perú

19,440,000

24,371,000

79.8

Puerto Rico

3,741,000

3,809,000

98.2

Rep. Dominicana

7,650,000

7,802,000

98.1

Uruguay

3,050,000

3,185,000

95.8

Venezuela

22,060,000

22,777,000

96.9

Total

332,610,000

351,706,000

94.6

Usuarios del español en países donde NO es idioma oficial

País

Número de hablantes

Alemania

140,000 (en 1997)

Andorra

30,000

Antillas holandesas (Bonaire y Curazao)

189,602

Aruba

6,000

Australia

97,000

Bélgica

50,000

Belice

130,000

Brasil

43,901

Canadá

177,425

Estados Unidos

38,800,000 (año 2004)

Francia

220,000

Filipinas

1,816,389 (en 1997)

Gibraltar

10,061

Guam

793

Israel

50,000 (en 1997)

Luxemburgo

3,000

Marruecos

20,000

Sáhara Occidental

16,648 (en 1970)

Suecia

56,000

Turquía

23,175

Islas Vírgenes

13,000

Suiza

123,708

Fuentes:
Instituto Mexicano del Seguro Social, Instituto Nacional de Estadísticas Geografía e Informática, Instituto Tecnológico de Monterrey, Secretaría de Gobernación, México, Britannica Book of the Year 1998 (events of 1997), United Nations Demographic Yearbook, Summer Institute of Linguistics, 1996, Enciclopedia Microsoft Encarta 1999, Calendario Atlante de Agostini 1997.Oficina del Censo de EE.UU. 2004

martes, 8 de enero de 2008

Las ruinas circulares

Las ruinas circulares, Jorge Luis Borges

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

Los inicios de la Escritura


Los sistemas de escritura tienden a ser conservadores, incluso no faltó en sus orígenes la atribución de ser un regalo de los dioses. Todo cambio o modificación ortográfica plantea grandes dudas, e incluso en los congresos de lingüistas que se plantean la necesidad de reformar la ortografía para eliminar pequeñas incoherencias, existen grandes resistencias para llevarlo a cabo, y es difícil llegar a acuerdos y compromisos.

Dado este grado de conservadurismo, la sustitución o las mayores innovaciones de la escritura sólo tienen lugar cuando un pueblo se la presta a otro porque lo domina o lo coloniza. Por ejemplo, los acadios adaptaron a su propia escritura la parte silábica del sistema sumerio que era ideosilábico; no obstante mantuvo sus propios ideogramas y los empleó como si fueran un sistema de taquigrafía (véase Lengua sumeria). Cuando los hititas adoptaron el sistema acadio, eliminaron los signos silábicos ambiguos, es decir, los homofonémicos o sus contrarios, polifonémicos, así como también muchos ideogramas sumerios, pero conservaron la ortografía silábica de los acadios.

El primer escrito que se conoce se atribuye a los sumerios de Mesopotamia y es anterior al 3000 a.C. Como está escrito con caracteres ideográficos, su lectura se presta a la ambigüedad, pero está presente el principio de transferencia fonética y se puede rastrear su historia hasta averiguar cómo se convirtió en escritura ideosilábica.

En el caso de los egipcios se conocen escritos que proceden de unos cien años después y también testimonian el principio de transferencia fonética (véase Lengua egipcia; Jeroglíficos). Puede que la evolución de la escritura egipcia respondiera al estímulo de la sumeria. Casi a la vez, en Elam se desarrolló la llamada escritura protoelamita. Todavía no ha sido descifrada y no se puede decir gran cosa sobre ella excepto que es ideosilábica y el número de signos que tenía. Algo después, surgieron también sistemas ideosilábicos en el Egeo, Anatolia, el valle del Indo y China (véase Lengua china). Otros pueblos tomaron sus silabarios para escribir sus propias lenguas.

En la última mitad del segundo milenio antes de Cristo los pueblos semíticos que vivían en Siria y Palestina tomaron el silabario egipcio bajo la forma más sencilla y reducida (esto es, los signos de consonante más cualquier vocal), y abandonaron sus ideogramas y su silabario complejo (véase Lenguas semíticas). Este nuevo silabario estaba prácticamente hecho, porque los egipcios nunca escribieron vocales. El primer documento de escritura semialfabética se ha encontrado en las inscripciones conocidas por protosinaíticas, que están fechadas en torno al 1500 a.C. Otro sistema de escritura parecido data del 1300 a.C., y se ha encontrado en la costa norte de la actual Siria, en Ugarit, pero en este caso los caracteres de la escritura eran unas cuñas como las de la escritura cuneiforme de Mesopotamia. En toda la zona se escribía de forma parecida y fueron los griegos quienes tomaron su escritura de los fenicios. Dieron el último paso, pues separaron vocales de consonantes y las escribieron por separado; así se llegó a la escritura alfabética en torno al 800 a.C. (véase Lengua griega). Todavía no se ha alcanzado una escritura alfabética tal y como aquí se ha descrito al definirla como un sistema completo.

Nace el alfabeto

Ya hemos visto que los egipcios escribían con jeroglíficos; los signos escritos representaban sonidos o palabras, pero nunca letras, como ocurre en nuestros alfabetos modernos. Los semitas utilizaron en general los signos cuneiformes que son, también, signos fonéticos. Pero cuando se desarrollaron las comunicaciones entre los pueblos se hizo necesario un sistema de transcripción que pudiera ser utilizado por todas las lenguas habladas en Oriente Medio. Los cananeos y los fenicios fueron quienes lo perfilaron. - Hacia el año 1800 a. de J.C., los "asiáticos" empleados por los egipcios en el Sinaí utilizan, para escribir, unos treinta signos derivados de los jeroglíficos: Es la primera tentativa conocida de escritura alfabética, pero no tiene continuación directa. - En Biblos, los comerciantes utilizaban un sistema simplificado de jeroglíficos, de 75 signos con valor fonético: es un primer paso hacia la alfabetización de la escritura. - En Ugarit, las tablillas cuneiformes se escriben en numerosas lenguas (hitita, sumerio, acadio, hurrita y ugarítico). Hacia el año 1400 a. de J.C. los textos ugaríticos se escriben con treinta signos, que constituyen el alfabeto cuneiforme de Ugarit (el cual no debe ser confundido con la escritura cuneiforme mesopotámica, ideográfica o fonética). En Ugarit se utilizan treinta signos, cuyo abecedario los enumera en un orden que será más tarde el orden alfabético. - El alfabeto semítico antiguo, que consta de veintidós letras, es una simplificación y racionalización del alfabeto ugarífico. Se extiende por todo el Mediterráneo, a partir de una época no determinada aún. El primer texto descubierto es una inscripción sobre la tumba del rey Ahiram, de Biblos (sin duda del siglo XI, aunque algunos la atribuyan al siglo XIII). Inscripción alfabética del sarcófago del rey de Biblos Ahiram (siglo XI a. de J.C.). Pone: AHRM (Ahiram) MLK (Malik: rey) GBL (Gebal: Biblos). Este alfabeto fenicio sólo tiene consonantes y el texto se lee de derecha a izquierda. - Este alfabeto fue adoptado por los arameos y los hebreos: Más tarde, los griegos y los etruscos lo introdujeron en Europa occidental. Los textos de Ras-Shamra eran obra de los escribas -los "intelectuales" de aquella sociedad de comerciantes-, y su influencia fue profunda sobre los pueblos que estuvieron en contacto con los cananeos. Entendámonos: Se trata de todos los pueblos "nuevos", pues hacía ya mucho tiempo que los egipcios y los babilonios habían asimilado su cultura. Los recién llegados son inmigrantes, ladrones y saqueadores molestos; los reyezuelos de Canaán los designan con el término despectivo de hapiru. Llegan en pequeños grupos, montados en asnos, trabajan como mercenarios o como esclavos y suministran mano de obra a bajo precio. Entre ellos se encuentran los arameos y los hebreos. Estos "proletarios", impresionados por la cultura (muy relativa) de los cananeos, imitan a sus amos e incluso llegan a hablar su lengua. Tal fue el caso de los hebreos, quienes a su llegada a Canaán hablaban unos dialectos arameos que abandonaron después por el cananeo. La lengua con que se escribieron ciertos textos bíblicos tiene influencias de estas costumbres ugaríticas, tanto en el vocabulario como en los principios generales de composición.

Entre el V y IV milenio a.C. aparecieron los primeros códigos de escritura, en Egipto, Mesopotamia y China. También se inventaron otras escrituras ideográficas, como la hitita, la cretense y la cuneiforme de los sumerios; sin embargo, la verdadera revolución de la escritura vendría con la utilización de un código que también era fonético: el alfabeto. Aparecido a mediados del II milenio a. C., el alfabeto se difunde en pocos siglos por todo el Oriente Medio. Entre los SS. X y IX a.C. los griegos adaptaron el alfabeto fenicio a los suyos, utilizando unos signos guturales para representar las vocales, que permitía que el texto escrito fuera muy parecido al hablado y, en consecuencia, más fácil de leer. El alfabeto arcaico de los griegos se transmite a los etruscos y, luego, a los latinos. Hoy utilizamos la forma latina de este alfabeto, y su éxito se debe al Imperio romano, que lo difundió en la actual Europa. Otra escritura, el arameo, se había difundido en un área muy vasta que se extendía desde Palestina hasta el Valle del Indo. Con el contacto con muchos idiomas distintos el arameo cambió hasta llegar a morfologías más curvas, entrelazando varias letras y dando origen a escrituras como el sirio o el avéstico en Persia. Más hacia el este se encuentra el sogdiano, en Asia central: el uigurico, escritura oficial del Imperio de Gengis Khan, y cerca del Pacífico, el manchú. En India, y derivado del arameo, había nacido hacia el S. V a C. el alfabeto Brhami, que en los siglos posteriores se difundió dando origen a más de doscientos alfabetos distintos en un área que va del Tíbet a Indochina e Indonesia. También del arameo nació el nabateo, que en el S. V d. C. se transforma en cúfico, base de los alfabetos árabes. Con la expansión del Islam el alfabeto se difundió en un área muy extensa, entre España y el sudeste asiático. A partir del S. IX d. C. el alfabeto griego, utilizado por el obispo Cirilo para los idiomas eslavos, se difundía entre los rusos y los otros pueblos eslavos, que hoy siguen llamando "cirílico" a su alfabeto. En el continente americano habían sido inventados unos sistemas de escritura ideográficos, como el maya y el azteca, pero con la conquista y la colonización por parte de los europeos las formas de escrituras locales desaparecieron. Por último, el alfabeto de Palestina llegó a difundirse en todo el mundo con la única excepción de la escritura ideográfica china y de las formas derivadas de ella, como el japonés. Los sistemas de escritura tienden a ser conservadores, incluso no faltó en sus orígenes la atribución de ser un regalo de los dioses. Todo cambio o modificación ortográfica plantea grandes dudas, e incluso en los congresos de lingüistas que se plantean la necesidad de reformar la ortografía para eliminar pequeñas incoherencias, existen grandes resistencias para llevarlo a cabo, y es difícil llegar a acuerdos y compromisos. Dado este grado de conservadurismo, la sustitución o las mayores innovaciones de la escritura sólo tienen lugar cuando un pueblo se la presta a otro porque lo domina o lo coloniza. Por ejemplo, los acadios adaptaron a su propia escritura la parte silábica del sistema sumerio que era ideosilábico; no obstante mantuvo sus propios ideogramas y los empleó como si fueran un sistema de taquigrafía. Cuando los hititas adoptaron el sistema acadio, eliminaron los signos silábicos ambiguos, es decir, los homofonémicos o sus contrarios, polifonémicos, así como también muchos ideogramas sumerios, pero conservaron la ortografía silábica de los acadios. El primer escrito que se conoce se atribuye a los sumerios de Mesopotamia y es anterior al 3000 a.C. Como está escrito con caracteres ideográficos, su lectura se presta a la ambigüedad, pero está presente el principio de transferencia fonética y se puede rastrear su historia hasta averiguar cómo se convirtió en escritura ideosilábica. En el caso de los egipcios se conocen escritos que proceden de unos cien años después y también testimonian el principio de transferencia fonética. Puede que la evolución de la escritura egipcia respondiera al estímulo de la sumeria. Casi a la vez, en Elam se desarrolló la llamada escritura protoelamita. Todavía no ha sido descifrada y no se puede decir gran cosa sobre ella excepto que es ideosilábica y el número de signos que tenía. Algo después, surgieron también sistemas ideosilábicos en el Egeo, Matolia, el valle del Indo y China otros pueblos tomaron sus silabarios para escribir sus propias lenguas. En la última mitad del segundo milenio antes de Cristo los pueblos semíticos que vivían en Siria y Palestina tomaron el silabario egipcio bajo la forma más sencilla y reducida (esto es, los signos de consonante más cualquier vocal), y abandonaron sus ideogramas y su silabario complejo. Este nuevo silabario estaba prácticamente hecho, porque los egipcios nunca escribieron vocales. El primer documento de escritura semialfabética se ha encontrado en las inscripciones conocidas por protosinaíticas, que están fechadas en torno al 1500 a.C. otro sistema de escritura parecido data del 1300 a.C., y se ha encontrado en la costa norte de la actual Siria, en Ugarit, pero en este caso los caracteres de la escritura eran unas cuñas como las de la escritura cuneiforme de Mesopotamia. En toda la zona se escribía de forma parecida y fueron los griegos quienes tomaron su escritura de los fenicios. Dieron el último paso, pues separaron vocales de consonantes y las escribieron por separado; así se llegó a la escritura alfabética en tomo al 800 a.C. Todavía no se ha alcanzado una escritura alfabética tal y como aquí se ha descrito al definirla como un sistema completo.